27.6.11

Despeinada

En la primaria yo pertenecía al grupo de las niñas despeinadas.

La escuela primaria a la que yo asistí, a pesar de ser una institución de educación pública que debía regirse por los principios de equidad, gratuidad y laicidad que la constitución establece en el artículo 3º, era más fundamentalista y tradicional que algunos colegios de monjas. Los grupos de primer y segundo grado eran mixtos y a partir de tercero te confinaban a un salón de acuerdo a tu género (excepto a grupo por grado). Había un patio de "grandes" y un patio de "chicos", en las canchas de fútbol, por supuesto, no se aceptaba la presencia de niñas o "marimachos" como nos llamaban las maestras si nos veían jugar en las inmediaciones y se esperaba que el lonche lo consumiésemos sentadas en corro, en la sombra, platicando con nuestras compañeras y lejos de cualquier presencia masculina.

Así que la primera discriminación que sufrías cuando entrabas en la primaria era la de ser mujer: a un rincón del patio y con movilidad controlada.

Las niñas en mi salón se dividían en tres grupos principales: las peinadas, bonitas e inteligentes, las despeinadas, no tan bonitas y buena onda y las segregadas sociales. Yo, obviamente, pertenecía a esta última clase por tener lentes y estar fundamentalmente abatida con falta de gracia personal.

Ahí donde mis compañeritas tenían rizos perfectamente controlados bajo capas de gel y hermosos listones, yo tenía cabello corto y la línea del partido siempre chueca, como resultado de mi negativa a mantener la cabeza quieta para que mi mamá me peinara. La falda estaba siempre llena de tierra porque me gustaba sentarme en el suelo, las calcetas se me bajaban porque tenía las piernas demasiado flacas y el moño de la corbata estaba sometido a una gravedad propia que lo hacía esblecerse en 45º grados sin importar quien o como lo hicieran.

Ah, y llevaba gafas porque a los ocho años ya tenía 3.5 dioptrías en negativo debido a que mi papá, además del pelo chino y la inhabilidad para comer chile, me heredó la miopía.

Mi tía Pachita me azotaba vía entregas de paquetería dedicadas con libros de catecismo, manuales de conducta y lecciones de piano, porque "si no logras ser una buena mujer, jamás conseguirás marido y mira... una mujer, no es nada sin un marido".

En la primaria desde primer grado, a los niños les enseñaban a jugar futbol y a nosotras a bordar y tejer. En quinto grado nos pusieron a cortar y coser nuestras propias blusas del uniforme y a las más avanzadas una falda.

Mi mamá luchaba encarnizadamente contra todo lo anterior: me llevaba con el cabello corto, me ponía zapatos cómodos en lugar de "zapatillas", y en la casa siempre utilicé pantalón y camisetas holgadas. Cuando iba de vacaciones con mis primos (tres varones de la misma edad), podía subir, correr y bajar sin ningún impedimento. Me encantaba trepar árboles, subir al cerro, correr a toda velocidad hasta sentir que las piernas no me daban más y era muy feliz allá. Pero cuando llegaba a la escuela y yo veía a las niñas bonitas, no podía menos que sentir que algo estaba mal en mí. No sabía que era, pero no lo entendía: ellas también lo sabían y aunque me invitaban a sentarme con ellas a comer durante el recreo, sus pequeñas intrigas me desconcertaban, siempre terminaba diciéndole a la que habían criticado que fulana o sutana habían hablado mal de ellas, porque yo creía que todas debíamos siempre decirnos la verdad. Eventualmente me "desjuntaban".

Mi mamá, como todas las mamás, utilizaba maquillaje, perfume y yo, como todas las niñas me ponía sus zapatos, su ropa y me pintaba con sus pinturas. Pero jamás reforzó ese comportamiento. Ella me llevaba a clases de computación, de pintura y a tres lecciones de ballet, cuando la maestra le dijo que necesitaba dejarme crecer el cabello para que me viera "femenina", tiró el tutú y las mallitas a la basura. Me daba a leer libros de unos y otros, me compraba cuentos, me llevaba a talleres de lectura en la biblioteca pública y me contaba de las mujeres que habían ganado un premio llamado "Nobel", creado por un hombre que había inventado la dinamita y arrepentido decidió ayudar a la humanidad. De niña yo soñaba con el discurso del premio nobel y no con ser princesa.

Pasé por la secundaria sin una gota de maquillaje y mi primer labial me lo regaló una prima a los 16 años. Era MAC, color natural. Y por un año entero todavía, fue el único maquillaje que utilicé.

Un día, una compañera que tenía toda la intención del mundo de ser mi amiga me preguntó consternada porque no me secaba el cabello diario y "metía" mis puntas. Como toda contrapropuesta se me ocurrió cortarme el cabello casi a rapa y pintarlo de blanco. Después de la adolescencia jamás volví a ser delgada: me situé en la talla 9 y así duré hasta hace un año que regresé a la talla 6 que va más de acuerdo con la estructura corporal de la familia.

Y que sorpresivamente tampoco es excesivamente delgada y dista mucho de ser la talla 2 que toda mujer de mi edad sueña con alcanzar.

Sí, me frustra mucho no ser más delgada, y no ser rubia de ojos azules. Incidentalmente, los esfuerzos de mi tía Pachita de convertirme en una "mujer que valiera" para poder "conseguir marido" (su teoría era que por no ser hija de matrimonio, jamás podría conseguir uno), se mezclaron con las teorías de mi mamá de que una mujer debe saber mucho, hacer mucho y ser muy independiente. Sí, no me sé secar el cabello con la pistola de aire caliente, el planchado me queda mal y me visto de forma quizá demasiado conservadora.

Hoy leí un artículo en el Huffington Post sobre lo importante que es no decirle a las niñas que son bonitas. Pero ... sí es importante. Es importante que se sientan seguras. Yo creí convencida de que era una cuatro ojos, flacucha y sin ninguna gracia o feminidad. Es importante que también se den cuenta de que pueden ser bonitas e inteligentes, que no es un crimen contra el avance de la humanidad verse bien, pero creo que el divorcio entre inteligencia y belleza debe terminar en nuestras propias mentes. Al final de cuentas, la presentación es una herramienta más y no deber ser valorado como el único canon para juzgar a una mujer, pero tampoco descuidado al punto en que se convierta en una desventaja o en un motivo de inseguridad.

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