Cuando cumplí 18 años había elecciones de no sé que en el pueblo. El cierre del registro en el IFE era - digamos - el día 3 de marzo y el grupo de amigos cercanos de esas épocas cumplíamos años en junio y julio. Así que dimos por sentado que ninguno de nosotros podría votar. No obstante, me equivoqué, los que cumplían años antes del día de las votaciones podían registrarse aunque todavía no tuvieran 18 años.
Por el simple hecho de haber nacido (hipotéticamente) a las 0:01 horas del día siguiente de las elecciones, no tenías criterio de validez para votar. Tómala tripón.
Era ese minuto, ese segundo mágico en que cumplías años lo que te daba derecho a comprar cigarrillos, emborracharte y elegir a nuestros gobernantes. Pero no, a los 18 años con 1 minuto eres igual de idiota que a los 14 años con 354 días, porque uno cumple años, pero no descumple los años anteriores: todo lo que has vivido sigue ahí, contigo, si fue para que maduraras o adquirieses un miedo patológico a las arañas lo mismo da, ahí está y te acompaña.
Cuando yo tenía un año (o dos, lo cierto es que no lo recuerdo) me caí en el andador por las escaleras. Vivíamos en un edificio de departamentos y mi mamá me puso en un andador rojo. En imágenes muy difusas, recuerdo el piso del departamento, las machitas grises del terrazo, la luz que entraba por los ventanales del vestíbulo y el pasamanos de madera pintada de café (no era un edificio muy vanguardista) muy oscuro, recuerdo acercarme al borde de la escalera y caer... recuerdo ver el mundo girar y la sensación de ir cayendo. No recuerdo haberme asustado, en mi memoria está muy clara la caída.
Mi mamá me cuenta que no lloré, que fue más bien como si me precipitara por las escaleras, como si supiera que me iba a caer y decidiera mejor hacerlo de una vez.
LA amiga y Manzi saben que es la historia de mi vida: yo soy la que se tira a los pozos antes de las desgracias, la que regala al perro porque le da miedo no ser una buena dueña, la que quiere construirse un refugio nuclear antirradiación porque el fin del mundo es inminente.
Ustedes viven ahí, sus vidas felices, día a día, respiran porque tienen nariz y hablan porque tienen boca y yo, me escondo bajo las cobijas convencida de que en la noche se me derrumbará la casa encima, que el chocolate desaparecerá por siempre de la faz de la tierra o de que se decretará una nueva ley que obligue a todos a llevar el cabello con un corte que no le siente a mi estructura ósea. Así que, amanece y me dedico a revisar minuciosamente las paredes de la recámara, compro provisiones inverosímiles de chocolate amargo, blanco, semi-amargo, dulce, con leche y un poco de cocoa pura, por si las moscas.
Luego claro, resulta que la casa no se cae, se descubre una fórmula química mágica que garantiza la existencia de chocolate para las siguientes mil doscientas quince generaciones y se promulga una ley que garantiza el derecho de todos a llevar el cabello como quieran.
Y entonces me siento un poco idiota por haber comprado mis quinientos kilos de cacao. Y me siento al lado de ellos, avergonzada y lamento ser esa niña, que se lanza por las escaleras, que regala al perro, que tiene conversaciones que no debieran tener lugar hasta mucho tiempo después. Y me siento muy tonta. Y pienso que puede que tenga treinta, pero apenas soy una cría de meses en un andador rojo.
2 comentarios:
Es verdad, yo también me siento así.
un abrazo
Y no. Cumplo años en julio.
Yo me siento inmadura. Lo que es. Lo que soy.
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