Necesitamos el caos, movernos en planos donde la sucesión (o no) aleatoria de eventos nos enriquezcan. Nos acostumbramos fácilmente a conformarnos con lo cotidiano, vivimos en horario corrido, con "breaks" programados para fumar, comer, charlar. La televisión estandariza nuestros criterios, nos ayuda a clasificarnos. "Yo soy un hipster" o "yo soy de izquierdas", nos colocamos a nosotros mismos, felices, las etiquetas que más nos placen, nos revolcamos en ellas y sucumbimos a su aroma familiar, a sus sonidos, silenciamos el ruido del exterior para escuchar sólo las melodías que elegimos.
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La sala (a mi escala, inmensa) del Teatro Fernando Calderón, sus alfombras rojas, los zapatos de la gente sobre ella y sus piernas elegantes. El aroma húmedo de las maderas del escenario y un piano inmenso. Mi madre me sentaba en una butaca a su lado y me sentenciaba: "no puedes hablar, no se aplaude después de cada pieza, se llaman piezas no canciones, no juegues con los pies, siéntate derecha, abre los oídos".
Abrir los oídos y dejar de mover los pies eran lo que más complicado me parecía de todo. Me picaban las mallas y me gustaba ver mis zapatos blancos, imaginaba un día estar en una sala de concierto con zapatos de tacón, como las piernas que pasaban a mi lado, mis zapatos eran bonitos pero los tacones parecían ser el código adecuado. Hacían la primera llamada y yo tenía una extrema urgencia de brincar en la silla, de ir al baño, de gritarle al compañerito de la escuela que acababa de ver pasar con su mamá. Segunda llamada. Tenía calor, el cuello del suéter me asfixiaba, el fondo del vestido era demasiado áspero, me dolía el cabello por lo apretado del peinado. "Ya vámonos mamá". "No y te vas a portar bien, mira, ya va a empezar". Se apagaban las luces.
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Ese instante en que se apaga la luz de un teatro, simultáneo a la tercera llamada, ese breve vacío de oscuridad en que aún no se corre el telón me sigue dando vértigo.
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Tercera llamada. "Mamá, ¿puedo salir?". "Shhh". Y empezaba la música.
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El pianista se ponía de pie y la gente aplaudía de pie. Por muchos minutos. Me dolían las manos de aplaudir.
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Las salas de concierto me intimidan, su oscuridad, el escurpuloso cuidado que debes tener para respirar casi imperceptiblemente, la cercanía del extraño que se sienta a un lado tuyo en la butaca.
Sin embargo, se consigue evadir la sensación de vértigo: sabes lo que esperas, un autor u obtra conocida - generalmente la que te llevó a asistir al concierto en cuestión. Te deleitas en la consecución de sonidos, llega el aplauso y sales al mundo real reconfortado, sí, pero no sorprendido.
Ayer volví a tener seis años. No hubo llamadas, ni piernas que terminaban en zapatillas de tacón, ni mujeres elegantes. Entramos a la sala como mortales, sobre alfombras azules y piso de duela. El piano estaba ahí, pero lucía menos imponente y menos grande. No al centro del escenario, sino colocado en el extremo izquierdo del mismo. Se apagó la luz y comenzaron el ruido, el silencio, las imágenes, el baile. No todos al mismo tiempo, no todos por separado.
Una proyección informaba - a falta de programa impreso - el nombre la pieza ejecutada. Pero lo más delicioso eran los silencios: esos silencios que te obligaban a escuchar el ruido de la sala, la respiración del de al lado, el tamborileo de sus pies, adivinabas los movimientos de las cabezas del público, alejados sus ojos del piano y volviéndose sobre sí mismos. Fue, con perdón del uso del oximorón, un silencio revelador.
La sorpresa de dejar de entregarnos a nuestros sonidos cotidianos para obligarnos a escuchar los ruidos que tratamos de acallar. Desee estar cuatro minutos con treinta y tres segundos en una calle transitada. Me gustan los ruidos. El ruido en sí mismo, inesperado, caótico, aleatorio. Me obliga a escuchar los silencios dentro de mí que suelo llenar de sonidos.
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