15.12.09

Regalitos

No me acuerdo quien lo dijo en Twitter, y quien le dio RT, pero se quedó grabado en mi mente como la premisa de cuanto gastar en una persona, en estas fiestas tan renombradas.

Mi actitud ante la Navidad es casi la misma que ante el 16 de Septiembre. No por mucho que me esfuerce en tratar de razonar con la gente a mi alrededor para convencerlos de que es ridículo ponerse bigotes o utilizar sombreros enormes sólo porque "hay que festejar". Énfasis en el "hay que", como una obligación moral, porque la gente de bien festeja, se emborracha, se desea lo mejor y cree que con gritar "Viva México" desaparecerán mágicamente todos los problemas.

En Navidad es más o menos lo mismo. Con la excepción, de que, a diferencia de algunas personas cuyas vidas han sido marcadas por la infelicidad, a mí me trae genuinos recuerdos gratos: el tumulto en la casa de mis abuelos en la que teníamos que encontrar un lugar para convivir y sobrevivir los quince días de las vacaciones navideñas unas treinta personas; el resto de la familia que llegaba a los 80 miembros en sus mejores años, se hospedaba en otras casas. Cuando era niña las navidades para mí se podían englobar en una sola palabra: bullicio.

Tías gordas entrando y saliendo de la cocina, mientras daban precisas instrucciones cuasi militares para indicar como se debía preparar tal o cual platillo, regimientos de niños enviados a misiones peligrosísimas como llevar a moler el nixtamal para la masa de los tamales, y que nos dieran el cambio exacto y que por favor, vigiláramos el balde y no nada más lo formáramos para jugar en la calle, cubrir bien la masa con la servilleta. No tardarse.

Mi abuela dirigiendo la operación de los tamales: sólo ella podía poner el guiso porque si no, "se los lleva el coyote". En Tlaltenango no hay coyotes, pero de todas formas. Mi tía Francisca extendiendo universos enteros de buñuelos en la mesa del comedor para doce personas, que me parecía inmenso.

En otra habitación de la casa se picaba la manzana, la nuez, y el apio para la ensalada. Más regimientos de niños salían de una recámara en dirección al zaguán para poner el nacimiento, mientras cargaban con pastores, borregos y reyes magos con especial displicencia y falta de respeto.

Dicen que los aromas evocan más recuerdos que una descripción minuciosa o que una fotografía. El perfume de las navidades felices incluye masa mojada resbalando por el metate en que era amasada, la mezcla dulzona de la canela y azúcar con la que se cubrían los buñuelos, el frío colándose por la rendija de una puerta desvencijada, que también tiene un olor impreciso, pero único.

Ya que mis navidades han dejado de tener el efecto bullicioso de una familia enorme, sus encantos me parecen someros. Hay cosas que disfruto cada año, como poner el arbolito o ir a las tiendas a ver las mil cuatrocientas cosas inútiles que jamás compraré, pero que disfruto enormemente. Detesto los árboles decorados de azul o las imágenes navideñas corporativas, como los osos Cocacola que ya me tienen hasta la madre, o las santoclositas azules de Telcel. Pero lo que más detesto es la época de las navidades corporativas.

Cuando era niña, los regalos navideños se reducían a uno: el que me dejaba el Niño Dios o los Reyes Magos (según le hubiera ido de aguinaldo a mi mamá en diciembre), y casi siempre consistía de algo atroz: pantuflas rosas, calcetines, piyamas. Jamás encontré una Barbie junto al árbol, mucho menos el automóvil convertible o una de esas sofisticadas muñecas que orinaban o que traían su nombre en un mágico sobre soluble en agua. Y obvio, yo no le regalaba nada a nadie.

Luego, vino la secundaria y los amigos secretos, que siempre deseabas que fuera el niño que te gustaba, y lo peor: ni siquiera era válido que pusieras caras de auténtica decepción, porque le habías tocado a una de tus amigas, y pues era medio ingrato no darle el abrazo correspondiente, al menos, había hecho el esfuerzo de quedarse con tu nombre y así evitar que tuvieras que abrazar al niño al que tú le gustabas y que tanto abominabas, enfrente de toda la clase. Los regalos tenían un efecto uno a uno.

¿Y en las oficinas? ¿Qué pasa cuando ya eres un adulto responsable y TIENES que demostrarle tu cariño a la gente? Cariño, que por lo demás, no sientes.

Piensas por ejemplo, en que la etiqueta laboral te obliga a tener un detalle pequeño pero significativo (whatever that means) con tu jefe y subordinados. Pero queda el ambiguo resto. Ese grupo de personas con las que te llevas bien, pero que pertenecen a diversos grupos sociales, grupos que generalmente se odian entre sí, no porque haya un bando de buenos y otro de malos, sino porque todos los seres humanos somos profundamente egoístas y estamos llenos de envidia y malaondez. Ni modo, en Navidad, eso no desaparece. Así que piensas, si le doy regalito a X, a quien estimo un poco, vendrá Z a reclamarme que no le regalé nada, o se sentirá mal, o me malvibrará el siguiente año, porque afrontémoslo: los cumpleaños y la fiestas decembrinas son la ocasión perfecta para determinar a quienes afectar con la obstinación de nuestro mal humor. Así que si le das algo a alguien, tiene que ser en sumo secreto, o mejor nada, o un mugrero para poder así, regalárselos a todos.

Yo por mi parte, esta navidad sólo tengo pendientes tres obsequios, uno para mi asistente y dos para las recepcionistas.

El resto: la jungla.

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