Yo era la que siempre decía la verdad, sin importarme cuan dolorosa resultara, cuan absurda fuera. Creía firmemente que la verdad debería triunfar sobre la mentira y la repetía a diestra y siniestra. En aquellos tiempos era novia del hermano del monstruo. Ese monstruo de ojos verdes que mucho tiempo después, mientras lloraba desconsolada en sus brazos me dijo: "el que busca la verdad, merece el castigo de encontrarla".
El hermano del monstruo me dijo: "no puedo andar contigo porque mis papás no me dan permiso" y yo pensé que no era LA verdad. Hablé con él muchas, muchas horas, hasta que me dijo: "ya no quiero andar contigo porque no me gustas". Y eso me hizo muy feliz. Obviamente lloré un par de horas, porque el ego herido y además me había caído y tenía raspada una rodilla y no hay nada más doloroso que tener el ego y la rodilla herida al mismo tiempo. Como fui muy feliz al descubrir el "porque", me dispuse a decirle la verdad a quien quisiera conocerla, mi verdad, la de mis padres, la de mis opiniones sobre los métodos disciplinarios de mi escuela, la de mis ex novios. Si alguien me preguntaba cualquier cosa, trataba de responder de la forma más sincera posible, comprendiendo que si bien, la verdad no deja de ser subjetiva porque estamos incapacitados para conocer la verdad ontológica, al menos compartía lo que yo creía era cierto.
Luego me metí en treinta y dos peleas innecesarias por andar de sincera. Y en otras treinta y dos porque me decían mentiras y yo me las creía.
Cuando uno tiene una indisposición genética para mentir, uno cree que la otra gente no miente. Pero lo hacen. Lo hacen para jugarte una broma, para reírse de ti, para protegerte de una verdad que te podría herir, porque les da flojera darte la verdadera explicación, para protegerse a ellos mismos, y porque la verdad es peligrosa.
Acaba con las ilusiones, le pone el punto final a las historias, duele en los ojos, retumba y aturde.
Es asunto delicado, nadie debe preguntar lo que no quiere saber. Lo que no está preparado para asumir, por eso yo nunca pregunto, no investigo, me quedo con la duda, alimento mis ilusiones en miradas sutiles, en signos inapropiados del lenguaje físico: busco una pupila dilatada o un temblor en la voz. Y sin embargo, odio la mentira. Nunca podría perdonar a alguien que miente. Una vez le dije al monstruo que se casara conmigo, que no importaba que él y yo no nos quisiéramos, sino que fuésemos cómplices: él me contaría de sus aventuras con otras mujeres y yo por mi parte, podría hacer lo mismo.
Me explicó que era una tontita: el engaño es imprescindible para el amor, nadie podría amar a alguien que dijera la verdad. La última vez que lo vi, lucía radiante: era él más 2. Su esposa una dulzura, su hijo precioso. Le pregunté si seguía mintiendo y me dijo que sí. ¿Quién lo iba a querer siendo quien realmente era? ¿Cómo podría él querer a su esposa si llegaba a conocerla? Nunca volví a ver sus inolvidables ojos verdes, cuando me entero que alguien miente, sigo sin saber exactamente porqué, me sigue pareciendo deleznable; sin embargo, me acuerdo de mí misma sentada en aquel patio, escuchando la verdad que ponía el punto final a mis ilusiones y del monstruo y pienso que mentir quizá, quizá no es tan malo.
Luego por supuesto, me entra la moral victoriana de tres pesos y el odio violento y borro gente del facebook y los repudio, me enojo, hago escenas a altas horas de la noche en el café del pueblo, y les digo que los que mienten arderán en el fondo de los infiernos, aunque no sea cierto, aunque nadie quiera saberlo.
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