19.6.10

Pastel

Anoche soñé que horneaba un pastel. Olvidaba agregar la harina (háganme el favor) y al abrir la puerta del horno para hacer la proverbial prueba del cuchillo limpio, se desinflaba... Sólo entonces, mi muy distraído ser, se percataba de las dos tazas de harina cernidas sobre la barra de la cocina.

En la mañana mi papá me marcó por teléfono, la ultima vez que hablé con él, fue el día en que empleó diagramas de Benn para demostrarme porque mi noviazgo inmediato anterior jamás debería culminar en matrimonio. Ha pasado pues, mucho, mucho tiempo.

Los dos estábamos adormilados de sábado temprano, y hablamos, como siempre lo hacemos de generalidades para evitarnos la nostalgia de los que sólo se pueden decir que se quieren pero no demostrarselo. La relación con mi padre siempre ha estado pletórica de emociones sin destinatario y domingos ausentes. En treinta años jamás he pasado un domingo con él. Cuando era niña el atardecer me entristecía porque era la señal inequívoca de que había que sumar un día más a sus ausencias. Y no obstante, escuchar su voz me llenó de una infinita alegría. Sus palabras, consejos y reflexiones enmarcan y enfocan ideas que de otra forma me resultan vagos acercamientos a conceptos que me eluden.

Más tarde, camino a Jerez, le platiqué a mi mamá que quizá siempre sería esa niña rota a ka que le falta el cariño de su papá. Mi mamá me dijo que desear el cariño y la prescencia de quienes queremos en nuestra vida, es signo de no estar roto.

De todas formas, escribo esto mientras horneo un pastel y me pienso en que el ingrediente que falta es el papá que lo parta mañana.

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